miércoles, 17 de septiembre de 2014

Revistas que son leyenda

Memoria. La Biblioteca Nacional acaba de lanzar ediciones facsimilares de tres publicaciones que marcaron los años 40 y 50, un tiempo cruzado por un gran fervor intelectual y polémicas acerca del modo de entender la poesía.




por Diego Erlan
Sólo fueron quinientos ejemplares, cada temporada, desde la primavera de 1950. Eso bastó para que la revista Poesía Buenos Aires se convirtiera en leyenda. La edición facsimilar de los treinta números que abarca su colección hasta la primavera de 1960, que por estos días presentó la Biblioteca Nacional, hace evidente su trascendencia. Sus páginas fueron el territorio donde se libró una batalla estética decisiva contra la generación neo romántica del cuarenta, como entiende el poeta Jorge Fondebrider, logrando instaurar definitivamente los modos de la vanguardia en la Argentina.
Raúl Gustavo Aguirre, Edgar Bayley, Mario Trejo, Jorge Enrique Móbili y un homenaje a Guillaume Apollinaire fueron los protagonistas del primer número al que se sumaron, en posteriores entregas, traducciones de René Char, Cesare Pavese, E. E. Cummings, Paul Eluard, Tristan Tzara, Dylan Thomas, Wallace Stevens, Emily Dickinson y Fernando Pessoa, entre muchos otros, mientras se publicaban pilares del avant-gardelatinoamericano como Vicente Huidobro y César Vallejo y se descubrían autores como Juan L. Ortiz o Leónidas Lamborghini. Daniel Frei-demberg, en el prólogo al libro La poesía del cincuent a (1981), explica que la revista reivindicó la autonomía de la experiencia poética, liberándola de la subordinación a cualquier otro fin (moral, político, religioso, didáctico), pero también rechazando la concepción romántica del poema como mera expresión del autor. Freidemberg señala que en estos años los poetas nunca estuvieron tan solos y aislados del público pero tampoco nunca fueron tan conscientes de que esa soledad debía ser asumida como punto de partida de una poética integral.
Rodolfo Alonso recuerda haberse encontrado con el número cinco de aquella revista de formato tabloide en un estante de la librería Viau ubicada en la calle Florida. “Poesía para respirar”, decía la portada. “Fue una seducción”, dice ahora y explica: “En esa época escribir poesía totalmente en minúsculas, sin signos de puntuación, sin ninguna referencia a lo que llamamos realidad o sentimentalismo, era algo completamente subversivo. Algo chocante, insólito, incluso hasta agresivo para mucha gente”. Alonso, que tenía diecisiete años y solía recorrer las librerías de Avenida de Mayo en busca de lecturas, entendió que ese encuentro fue un llamado. A pesar de su timidez tuvo el coraje de escribir una carta de lectores a la redacción (Vallejos 2386) y mentir que formaba parte de un grupo de jóvenes que se dedicaba a la poesía. Al poco tiempo recibió como respuesta la invitación a una reunión de la revista en el Palacio do Café de la avenida Corrientes. Era 1951.
La Argentina de entonces, como observó Ignacio Zuleta en 1985, estaba inmersa en tres sistemas culturales. Uno sería el de la cultura nacionalista en sentido genérico, prolongación de la obra de la Generación del 40, sobre todo en la poesía, dedicada a elaborar formas tradicionales, como el soneto, y alusiva a temas típicos de la Argentina, incluyendo la exaltación del régimen gobernante y sus protagonistas. “Se trata de buscar un gesto voluntarista de rastrear en la ficción del pasado hispánico, en unos temas considerados populares y en una retórica basada en el sencillismo antihermético, las formas de expresión de aquello que se consideraba propio y típico de la Argentina y de toda la fraseología del peronismo gobernante”. El segundo sistema venía de una cultura europeísta y universalista; descansaba en el prestigio de figuras como Borges, Eduardo Mallea, Victoria Ocampo y sus seguidores, arrinconados progresivamente por el régimen a medida que eran desposeídos de sus tribunas. Este sistema tendría otra articulación en la última etapa del peronismo: la del grupo Contorno, liderado por los hermanos Ismael y David Viñas. Por último podría atisbarse un tercer sistema, sin vínculos con el poder ni tampoco comprometido con la oposición. Su labor fue escasamente espectacular en ese momento y, como analizó Freidemberg, denunciaban el uso de la obra de arte como instrumento ideológico, tanto si lo usaba el régimen como la oposición. En este tercer sistema se inserta lo que algunos etiquetaron como el movimiento Poesía Buenos Aires.
Alonso llegó solo al primer piso del Palacio do Café. Estaban Aguirre, Nicolás Espiro, Wolf Roitman y Daniel Saidón. Le preguntaron si escribía y a pesar de su timidez patológica dejó en la mesa unos papeles arrugados que había llevado en el bolsillo. Leyeron sus poemas con vehemencia y entusiasmo, como si delante de ellos no estuviera su autor, y le dijeron que estaban bien, pero que había ciertas palabras demasiado usuales, por ejemplo “rosa”. No tuvieron concesiones. En aquel gesto de reconocerlo y criticarlo como a un par, Alonso se convirtió en el integrante más joven de un grupo de jóvenes que nunca creyeron que su proyecto podría cumplir ni siquiera un año.
Alonso nunca estuvo en las reuniones de sumario, aunque sospecha que éstas no existían. “En las mesas del Palacio do Café compartíamos lo que escribíamos, lo que traducíamos y después todo lo armaba Aguirre”, dice Alonso. Sin Aguirre la revista no hubiese existido y por eso Móbile tenía una frase: “Aguirre es el encargado de llevar nuestros sueños a la imprenta”. Alonso entiende que Poesía Buenos Aires no era una cosa organizada sino orgánica. “Más que un movimiento literario tradicional era una experiencia de vida y de lenguaje. Y las cosas surgían un poco del azar y de tener un trato afectivo, amistoso, serio sin ser solemne. Edgar Bayley, por ejemplo, andaba con una valija con borradores de sus poemas que solía perder cada tanto.
La invención de la palabra 
No se puede hablar de Poesía Buenos Aires sin antes mencionar a la revista Arturo. Con una obra de Tomás Maldonado (hermano de Bayley) en la portada del primer y único número de esta revista de artes abstractas, aparecido en el verano de 1944, Arturo se proponía rechazar el realismo y plantear la tensión entre abstracción y surrealismo optando como concepto clave el de invencionismo. La puja era explícita: “invención contra automatismo”. Carmelo Arden Quin, integrante del comité editorial junto a Rhod Rothfuss, Gyula Kosice y Edgar Bayley, dice que la invención era la fase superadora de las anteriores etapas creativas de la humanidad, y se correspondía con un estadio particular de la evolución humana concebida desde una postura marxista. “La imagen-invención”, para Bayley, “es intérprete de lo desconocido, acostumbra al hombre a la libertad”. La poesía, en las páginas de esta revista, estuvo presente en la voz de Arden Quin, Kosice y Bayley, pero también con el chileno Vicente Huidobro (predecesor estético con su “creacionismo”), el uruguayo Joaquín Torres García y el modernista brasileño Murilo Mendes. Los rasgos de esta poesía estaban dados por la falta de rima, el ritmo libre, la alteración de las reglas de puntuación y recurrentes yuxtaposiciones en el plano semántico. En su libro El arte abstracto (Siglo XXI, 2011), María Amalia García observó que la tensión constante entre la creación inconsciente y la construcción racionalista fue la marca de Arturo y se construyó a partir de negar las manifestaciones académicas, expresionistas y de contenido social del realismo, rescatar del surrealismo su capacidad para dar cuenta de la nueva imagen y comulgar con la abstracción (explícita en el subtítulo) en su búsqueda de la imagen pura, autónoma, constructiva y científica.  Seis años después del cierre de Arturo, Bayley se embarca en una nueva aventura impresa y en la segunda página del primer número de Poesía Buenos Aires, heredera de aquel proyecto efímero, vuelve a animar su fervor invencionista. La palabra, postula Bayley, más que un mero transmisor de ideas es un excitador de estados mentales. Este atributo del lenguaje es lo que Aguirre explicita en una carta que le escribe a Oliverio Girondo el 26 de junio de 1955 para comentarle su lectura de En la masmédula . “Es indudable –comenta Aguirre sobre el libro– que no se trata de una mera aventura verbal (a pesar de la apariencia en que habrá de enredarse más de un lector no exigente ni convencido), sino de esa ruptura con el lenguaje, con ‘la dialéctica de la inteligibilidad’ que es todavía asunto por resolver con urgencia en la poesía contemporánea. En realidad, la poesía es un duelo a muerte con el lenguaje, que es un traidor solapado del poeta. Eluard, hace muchos años, escribió con exactitud acerca de ese langage dépluisant qui suffit aux bavard y con el cual, no obstante, la poesía trata aún ingenuamente de conformarse. Pero ¿por qué conformarse? Esa es la pregunta que su Masmédula grita por los cuatro costados (seis, porque, después de todo, un libro es un prisma). Y es allí donde se me revela su apasionante itinerario, el valor de una actitud ejemplar, compañera de aquellos que buscamos (si me permite salvar distancias) la poesía por sus más difíciles caminos”.
 La vanguardia en disputa
La onda expansiva de Poesía Buenos Aires llega hasta Letra y Línea. Por eso no es casual que la Biblioteca Nacional haya recuperado en ediciones facsimilares, a la vez, el detonante (Arturo) y la esquirla (Letra y línea). Aunque fue una experiencia efímera de sólo cuatro números entre octubre de 1953 y julio de 1954, la revista dirigida por Aldo Pellegrini tuvo tiempo de polemizar con Poesía Buenos Aires a partir de una antología publicada en el número 13/14 (primavera de 1953) dedicada a “los poetas del espíritu nuevo”, los poetas madí y los surrealistas. Tiene sentido. El proyecto de Letra y Línea, como apunta el crítico Maximiliano Crespi en su libro La conspiración de las formas (Unipe, 2011), presuponía ante todo un intento de evaluar la renovación impuesta por lo más intenso de la experiencia estética de las vanguardias en sus más diversas variantes (percibir la oscuridad de su tiempo) y justo en el momento en que ésta surge, Poesía Buenos Aires se despacha con este recorrido donde se consigna qué es lo nuevo, lo madí y lo surrealista, recorrido que incluye autores propios y estrellas de una misma constelación: desde Juan Jacobo Bajarlía (director de otra revista anterior, Contemporánea) hasta Juan Carlos Aráoz de Lamadrid, pero también a referentes del núcleo duro de Letra y Línea como Enrique Molina, Julio Llinás y Osvaldo Svanascini. Ubicado entre los “poetas del espíritu nuevo”, Francisco Urondo es presentado como uno de los poetas más jóvenes del Litoral en el que detrás de sus palabras sencillas late una gran riqueza inventiva.
En el tercer número de Letra y Línea, su director, Aldo Pellegrini, responde con violencia a este panorama de poesía moderna apuntando al criterio utilizado para la selección que termina dando “una obra contradictoria, incomprensible”. La reseña fue contestada en Poesía Buenos Aires con un suelto irónico de dos páginas titulado “El profesor y la poesía”, impreso en papel amarillo y firmado por “La Dirección”. Con los años, Pellegrini llegó a ser tan amigo de Bayley y de Aguirre que éste le dedicó su libro Literatura argentina de vanguardia. El movimiento poesía Buenos Aires (1950-1960) .
La verdadera disputa, desde luego, no fue con los surrealistas, con quienes tuvieron más búsquedas y autores en común que con ningún otro grupo, sino con los poetas que vinieron después. La investigadora alemana Inke Gunia, de la Universidad de Hamburgo, ultima los detalles de su investigación La revista de vanguardia Poesía Buenos Aires(Iberoamericana Vervuert) en la que analiza que los textos publicados en los treinta números de la revista “van perfilando una idea de la responsabilidad social de sus autores, cuyo destinatario es la humanidad en general” y en este aspecto, desde la perspectiva de algunos, la poesía así conceptualizada no implicaba ningún tipo de compromiso social. Raúl Gustavo Aguirre, la infatigable fuerza motriz de la revista, en el editorial del número nueve (primavera de 1952) explica que el concepto de poesía apoyado por él no renuncia por completo a la relación con la “realidad”, porque la palabra poética, aunque labrada en el proceso de creación artística, no puede ser separada completamente de las raíces semánticas de la comunidad lingüística a la que pertenece. Sin embargo, a los referentes de Poesía Buenos Aires se les reprochaba evadirse de la “realidad social” y esquivar la “lengua hablada”. “Para nosotros ellos eran la vanguardia, eran casi el enemigo”, dice ahora Juana Bignozzi, una de las voces imprescindibles de la generación de los años sesenta cuyo referente fue Juan Gelman. “Nosotros llegábamos a derrumbar panteones, a romper con todo, y estábamos tan seguros de tener razón que no teníamos problemas en discutir con ellos. Después nos dimos cuenta de nuestra ignorancia y entendí que Aguirre nos había dado a leer lo que nadie antes y que tanto Francisco Madariaga como Edgar Bayley fueron los verdaderos grandes de nuestra poesía.”

Editores

La resistencia de los editores

Daniel Badenes presenta la experiencia de las editoriales autogestionadas e independientes y anuncia la realización de la 4ª Feria del Libro y la Revista, que se llevará a cabo en la Universidad Nacional de Quilmes los días 18 y 19 de septiembre.

Por Daniel Badenes *
Desde fines de los ’80 y particularmente desde los ’90, el sector editorial ha atravesado un proceso de concentración económica que transforma la práctica de edición de libros, históricamente concebida como “empresa cultural”. El fenómeno incluye la compra de editoriales por grandes grupos de la industria de la información y el entretenimiento; la producción a gran escala a partir de la explotación extendida de zonas lingüísticas; y la creciente financierización de la gestión, cuya exigencia de rentabilidad deviene en políticas editoriales cortoplacistas.
En la perspectiva de esa edición industrial-financiera, lo comercial prima sobre lo cultural: producir un libro no difiere de producir un auto o una gaseosa. Regidos por lo que dicta “la demanda”, siempre se busca el best-seller. Los éxitos se imitan, producen modas y las modas uniformizan los contenidos.
En Argentina, dos actores claves resisten esa tendencia: la edición universitaria y la llamada edición independiente. En un país con un sistema universitario sólido, unos cuarenta sellos funcionan en ese ámbito público construyendo catálogos que no se rigen por las ventas y cuyos títulos van incluso más allá de la producción académica. Valga como ejemplo la Editorial Universitaria de Villa María, con colecciones como Tinta Roja, dedicada a las novelas policiales latinoamericanas.
Agregan oxígeno al sector las llamadas editoriales “independientes”, que a distintas escalas apuestan a una edición plural, muchas veces apasionada y militante, que crea una oferta de libros más allá de las modas. Desde la autogestión y el artesanado hasta ciertas pymes culturales “atendidas por sus dueños”, estos editores de creación contribuyen a la “bibliodiversidad”, palabra acuñada por profesionales del libro de América latina a fines de los ’90, cuando se hacían evidentes los peligros de la concentración. La bibliodiversidad se opone a la best-sellerización. Estos editores “son alternativamente descubridores, laboratorios de investigación, actores políticos comprometidos”, define Gilles Colleu en su libro La edición independiente.
Ensayan alternativas y, más de una vez, están a la vanguardia incluso del sector académico: cabe mencionar el uso de licencias libres, muy frecuente entre los editores autogestionados y poco explorado en la universidad pública, todavía aferrada a la tradición del copyright.
La potencia creativa de estos editores se comprueba en cada evento que los convoca, desde las Ferias del Libro Independiente (FLIA) autogestionadas, que florecieron en todo el país desde 2006, hasta eventos como la Fiesta del Libro y la Revista organizada en Quilmes y convertida en el evento más convocante para el sector en una universidad pública.
Esta última convoca a otro actor fundamental para la pluralidad de ideas y relatos: las revistas culturales, que hoy pujan por la sanción de una ley de fomento (La Ventana de Página/12, 5/2/2014), ingresada al Congreso en mayo del año pasado.
Poner en relación los mundos de la edición autogestionada de libros y de revistas es relevante, no sólo porque ambos comparten los karmas del oligopolio del papel y la corporativización del sector de la distribución. La propia dinámica de la concentración los vincula: cuando las editoriales son absorbidas por grupos económicos, se teje una relación vertical con ámbitos de la difusión y de la crítica. El caso de Hachette es paradigmático: la megaeditorial francesa es, también, la principal productora de revistas en el mundo, con centenares de títulos lanzados al mercado. Y se sabe: hoy la clave de los medios comerciales no está en lo que dicen, sino en lo que silencian. La extinción casi total de la crítica literaria y la escasez de espacios de promoción para sus títulos es un problema acuciante para los editores independientes de creación, que encuentran en aquellas revistas culturales su principal ámbito de expresión.
La edición independiente de libros y revistas contribuye, en suma, al ejercicio pleno de la ciudadanía y la construcción de una cultura que resiste a la lógica del capitalismo. En 2005, en un encuentro de editores realizado en Guadalajara, la italiana Ginevra Bompiani (de Nottetempo) afirmó que “la pequeña edición independiente es una forma de resistencia”. “Resistir no quiere decir solamente luchar –decía–, sino persistir. Seguir siendo lo que uno es, lo que se empezó por ser, lo que en nosotros quiso ser editor. La edición siempre fue una forma de resistencia.” Más allá del lucro, ratificando una vez más que la comunicación, la educación y la cultura son derechos humanos, el encuentro de la Universidad con los editores –con esos editores– es una gran noticia.

* Director de la Licenciatura en Comunicación Social de la UNQ.